
Casi estaba terminado el tercer curso cuando por fin, una soleada mañana de abril, tuve mi pequeña victoria. Al escuchar mi saludo ella elevó la cabeza y me miró a los ojos; esbozando una leve sonrisa levantó su mano, me saludó al pasar y, aunque no pude oír nada, vi cómo sus labios se movían...
Desde aquel día fui a la facultad por otro camino. Suelo decir que nuestro juego perdió la gracia cuando ella me saludó, pero la verdad es que en aún tengo escalofríos cuando recuerdo aquella escultura de bronce cobrando vida. Si estás leyendo esto... lo siento.